No
sé si los poemas también pueden llegar a ser Patrimonio de la
Humanidad... Para mi éste sí lo es. Es la poesía más impactante y
más bonita sobre el amor humano que he leído nunca.
Si vinieran unos extraterrestres y quisieran conocer al Ser Humano, se lo entregaría en sagrado ritual y les diría que estos sentimientos están entre los más sublimes que la Humanidad puede alcanzar a sentir.
Atención.
Lo que sigue no se puede leer a la ligera... ¿A qué velocidad estás
consumiendo esta información?
Ralentízate...
Vuelve
a ti...
Quizá
no es ahora el momento adecuado para leer este poema... Busca un
espacio seguro y protegido donde puedas estar a solas, en tu intimidad,
para poder sumergirte en calma dentro de su contenido. Acoge sin
miedo los sentimientos con los que conectes y siéntete en confianza
para expresar las emociones que necesites liberar.
Este
poema puede ser altamente sanador si lo lees con el máximo respeto.
Mejor
no lo leas en pantalla: imprímelo, disfruta de la lectura analógica
y siente la Internet del Corazón; donde no hay prisa, ni espacio, ni
tiempo.
“Go
Now” de Gary Snyder:
Ahora,
vete
No
quieres leer esto,
lector,
te
aviso, da la espalda
a
la oscuridad,
vete
ahora.
sobre
la muerte y la
muerte
de una amante; no es una vaga reflexión
o
una homilía, no hay ironía
ni
dios ni iluminación, o
conformidad
—o resistencia— ante el
fin
de nuestra vida,
es
sobre cómo los ojos
se
hunden hacia adentro y los dientes sobresalen
tras
algunos días de calor.
Su
última
respiración,
y yo todavía no estaba preparado
para
esa respiración,
la final, que llegó
al
fin. Después de diez largos años.
Tan
delgada que las articulaciones se transparentaban,
cada
tendón y cóndilo,
Shakyamuni
bajando de la montaña
tras
aquel largo ayuno
parecía
más rollizo que ella.
“Conocí
a un esqueleto
andante,
se llamaba Thomas Quinn.”
por
entonces
cantábamos,
casi
no podía andar, pero lo hacía.
Le
daba las drogas todas las noches y siempre
nos
besábamos con cariño y fiereza tras el envite,
nos
besábamos fuerte, y nuestros dientes crujían, sus
labios
secos, fieros, era toda
huesos,
respiración y ojos.
No
habíamos hecho el amor en ocho años
tenía
agujeros que se secaban todo el tiempo
en
los costados, le salían otros nuevos,
fin
de partida; y hablaba cuando podía.
Hijas,
madre, hermana, primas, amigos
entrando
y saliendo de la habitación. Incluso
la
curtida enfermera de terminales lloraba.
“Buenas
noches, corazón. Bueno, es hora de irse”
nuestro
dueto, mejilla con mejilla,
durante
las últimas seis semanas.
Miraba
las avecillas que anidaban
en
un árbol afuera.
Después
murió.
La
lavé con una esponja y le puse una blusa
con
mangas para cubrir sus codos demacrados,
una
camisa larga y ligera
como
Mumtaz Mahal.
Estaba
solo. Luego llegaron los demás.
Una
hija gritó,
“Es
un cadáver” y se quedó inmóvil fuera
sobre
la terraza de madera. Hacía calor.
Al
tercer día
la
furgoneta de la funeraria vino a por ella
acercando
la trasera hacia la puerta;
les
ayudé a envolverla en las sábanas,
deslizarla
sobre la camilla y empujarla al coche
y
ascendieron por la tosca ladera de grava,
nuestro
clan familiar allí de pie, en silencio
mientras
me daba la vuelta, contuve la respiración,
y
cerré los ojos al cielo.
Cinco
días de calor y me llamaron,
Kai
y yo únicamente, para presenciar la cremación.
Se
paga más. Solo nosotros dos
quisimos
estar allí, para verlo.
Seguimos
a la limusina
por
un patio de cemento con tolvas de grava
para
atravesar una verja detrás
hasta
un descuidado
galpón
de chapa que había sido un taller de carrocería
al
horno y la habitación de la chimenea,
parecía
el crisol de un alfarero,
había
ataúdes de cartón
apilados y
vacíos alrededor.
Un
hombre joven frente a un escritorio y una mesa
rellenando
papeles y sudando, mientras
colocábamos
el incienso, la campana, la vela,
y
me acerqué al liviano ataúd de cartón
y
abrí la tapa. El olor me golpeó como un puñetazo.
Pensaba
que la funeraria
tendría
algún tipo de refrigeración
como
una cámara,
quizás
la tenían, pero no ayudaba mucho.
su
cara demacrada, más hundida, deshidratada,
los
ojos aún abiertos pero apagados, los dientes más grandes, su
cuerpo,
su
cuerpo sin duda, el cuerpo de mi dulce amor
reducido
a la esencia, y puse dos libros en
su
pecho, libros que ella había escrito
para
enviarla en su viaje, la miré otra vez
y
otra,
cerré y
asentí.
Lo
acercó rodando, deslizó la
caja
en el horno, echó el seguro de la puerta
como
si cargara un torpedo,
quemamos
incienso y recitamos los
textos
de la fugacidad y para todos los seres que han vivido
y
que vivirán alguna vez; cosas inscritas solo en magia
y
únicamente para los muertos —no
para ti, querido lector—
observando
el indicador de la temperatura del horno,
ardiendo
con propano, ascender sin pausa.
Así
que ahora podemos irnos.
Quizás
sé adónde ha ido;
Kai
y yo, una vez más
tomamos
una profunda inspiración
—este
es el precio del apego—
“Compensa,
sin duda compensa.”
Todavía
enamorado, estar allí,
Viéndolo,
oliéndolo y sintiéndolo,
pensando,
adiós,
Compensa
incluso el olor.
Extraído
del libro La mente salvaje
(Nueva antología) de Árdora Ediciones, Madrid 2016. Se transcribe
íntegramente tal cual está publicado a nivel formal, incluso las incoherencias de aspecto entre los dos idiomas (alguna mayúscula, coma,
punto, guión...), seguramente errores de maquetación pero que no afectan el sentido profundo del mensaje.
“La
obra de Gary Snyder (San Francisco, 1930) plantea una esclarecedora
revisión de nuestra pertenencia al mundo natural. En su poesía
convergen la atención detallada a la condición salvaje, el
conocimiento y la permeabilidad a la tradición literaria oriental,
el legado ético del budismo —residió en Japón durante
una década— y una escucha
atenta a las relaciones de las culturas primigenias con su entorno.
Inicialmente vinculado a la generación beat y pensador crucial sobre
cuestiones ecológicas, Snyder es hoy uno de los poetas vivos más
respetados en lengua inglesa, además de autor de una obra
ensayística que asume una posición ética y política tan creativa
como rigurosa. La publicación de la antología La mente
salvaje (Árdora Ediciones,
2000) fue la primera aparición de un libro de Gary Snyder en
español. Agotada ocho años más tarde, esta Nueva
antología incluye poemas y
ensayos inéditos al contenido de la primera edición, y recoge
textos de todos sus libros publicados hasta el presente.”
A
continuación la versión original en inglés que también incluye
esta nueva antología:
Go
Now
You
don't want to read this,
reader,
be
warned, turn back
from
the darkness,
go
now.
—about
death and the
death
of a lover— it's not some vague meditation
or
a homily, not irony,
no
god or enlightenment or
acceptance
—or struggle— with the
end
of our life,
it's
about how the eyes
sink
back and the teeth stand out
after
a few warm days.
Her
last
breath,
and I still wasn't ready
for
that breath, that last, to come
at
last. After ten long years.
So
thin that the joints showed through,
each
sinew and knob
Shakyamuni
coming down from the mountain
after
all that fasting
looked
plumper than her.
“I
met a walking
skeleton,
his name was Thomas Quinn'—
we
sang
back
then
she
could barely walk, but she did.
I
gave her the drugs every night and we always
kissed
sweetly and fiercely after the push;
kissed
hard, and our teeth clacked, her
lips
dry, fierce, she was all
bones,
breath and eyes.
We
hadn't made love in eight years
she
had holes that drained all the time
in
her sides, new ones that came,
end
game —and she talked when she could.
Daughters,
mother, sister, cousins, friends
in
and out of the room. Even the
hardened
hospice nurse in tears.
“Goodnight
sweetheart, well it's time to go on.”
our
duet, cheek to cheek,
for
that last six weeks
She
watched the small nesting birds
in
the tree just outside.
Then
she died.
I
sponged her and put on a blouse
with
sleeves to cover gaunt elbows,
a
long gauzy skirt
like
Mumtaz Mahal—
I
was alone. Then they came.
One
daughter cried out
“She's
a corpse!” and stood fixed
outside
on the deck. It was warm.
The
third day
the
van from the funeral home came for her,
backing
up close to the door,
I
helped roll her into the sheets
slid
on a gurney and wheeled to the car
and
they drove up the rough gravel hill
our
family group standing there silent
as
I turned, held my breath,
closed
my eyes to the sky.
Five
days of heat and they called me,
just
Kai and me, to come witness cremation.
It
costs extra. Only the two of us
wanted
to be there, to see.
We
followed the limousine
through
a concrete-yard with hoppers of gravel
through
a gate beyond that
to
an overgrown
sheet
metal warehouse that once was a body-shop
to
the furnace and chimney room,
it
looked like a kiln for a potter,
there
were cardboard coffins
stacked
up empty around.
The
young man at a desk and a table
filling
out papers, sweating, as we
set
out the incense and bell, the candle,
and
I went to the light cardboard coffin
and
opened the lid. The smell hit like a blow.
I
had thought that the funeral home
had
some sort of cooling
like
a walk-in
maybe
they did. But it didn't much help.
Her
gaunt face more sunken, dehydrated,
eyes
still open but dull, teeth bigger, her body,
her
body for sure, my sweet lady's body
down
to essentials, and I placed two books on
her
breast, books she had written,
to
send on her way, looked again
and
again,
and
closed it and nodded.
He
rolled it up close, slid the
box
in the furnace, locked down the door,
like
loading a torpedo
we
burned incense and chanted the
texts
for impermanence and all beings who have lived
or
who ever will yet; things writ only in magic
and
just for the dead —not for you dear reader—
watching
the temperature gauge on the furnace,
firing
with propane, go seadily up.
So
now we can go.
Maybe
I know where she's gone—
Kai
and I one more time
take
a deep breath
—this
is the price of attachment—
“Worth
it. Easily worth it—“
Still
in love, being there,
seeing
and smelling and feeling it,
thinking
farewell,
worth
even the smell.